Durante 1975 hasta 1984, tan sólo tuvo lugar una catástrofe mundial. Un estudio de la Unión Europea explica que durante la década siguiente se produjeron 13 catástrofes y en la última el número de incendios, tormentas e inundaciones ha ascendido a 35. Y en la mayoría de ellos está presente el clima. Así, 3 de cada 4 catástrofes naturales son de origen hidro-meteorológico.
El Informe Stern impulsado por el Gobierno británico ha dibujado un panorama que muchos han tildado de apocalíptico y otros intuimos como cierto. El cambio de las condiciones climáticas supone ya un aumento en la intensidad y en la frecuencia de determinados fenómenos meteorológicos especialmente virulentos.
El cambio climático no es una teoría, ni está sujeto debate, sus efectos están ya entre nosotros. El año pasado, la temporada de huracanes fue la más intensa y activa desde que se registran estos fenómenos. Sólo en el Atlántico norte se produjeron 28 tormentas tropicales y quince huracanes, algunos marcaron máximos históricos. Hubo miles de muertos y pérdidas que sólo en los EEUU, superaron los 60.000 millones de dólares. Los escenarios de sir Stern nos dejan una sonrisa helada tras leer las consecuencias del aumento de la temperatura debido al efecto invernadero: reducción en un tercio de los cultivos en África, países como Vietnam y Bangladesh anegados por la subida del nivel de los océanos, extensión de enfermedades como la malaria y el dengue y hasta 200 millones de desplazados medioambientales a causa de inundaciones y sequías. A todo ello se suman los costes que tendrán las sucesivas catástrofes. Y las poblaciones más desfavorecidas son, precisamente, las más castigadas.
Sólo entre los años 1980 y 2000 más de un millón y medio de personas perdieron la vida como consecuencia de los desastres naturales. La mayoría de estas víctimas mortales, un 53%, se produjo en los países en desarrollo a pesar de que sólo el 11% de las personas expuestas a estas amenazas naturales vive en los países más desfavorecidos. Estos datos revelan la desigual distribución del impacto de los desastres. Y establece una estrecha relación entre el nivel de desarrollo y el riesgo de verse afectados por un desastre natural.
Ante este crecimiento en número y capacidad mortal de las catástrofes naturales, las organizaciones de acción humanitaria deben contar con capacidad suficiente para responder de forma rápida y eficaz. Pronto se cumplirá el segundo aniversario del tsunami y el tercero del terremoto de Ban en Irán. La presencia de Médicos del Mundo, por ejemplo, fue posible gracias a fondos de emergencias, que aseguran que la ONG pueda tener disponible un stock de material médico y fármacos, cuente con personal capacitado, pueda realizar un seguimiento de la situación en los lugares de mayor vulnerabilidad y reaccione con inmediatez.
Y el futuro que plantea el cambio climático es amenazante. Según el Informe Stern, el aumento de dos grados en al temperatura media traerá un aumento de entre 40 y 60 millones de africanos expuestos a la malaria. La relación entre el comportamiento del mosquito transmisor y las condiciones climáticas es directa. Un aumento de la temperatura en zonas donde el parásito es endémico tiene unas consecuencias catastróficas: el periodo de incubación del parásito disminuye, la frecuencia de la picadura del mosquito aumenta y las probabilidades de supervivencia a la enfermedad se reducen.
No todo es apocalíptico. Al menos se ha comenzado a reconocer esta relación entre catástrofes, falta de desarrollo y, de forma reciente, cambio climático. Naciones Unidas ha alertado de la dificultad de cumplir con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) como consecuencia de las pérdidas ocasionadas por los desastres y las catástrofes. La labor que realizan las organizaciones de emergencia en las crisis humanitarias e incluso los ODM pueden quedar en una anécdota con este panorama. ¿Se imaginan el esfuerzo y la movilización de recursos materiales y humanos que supuso atender a las cuatro millones de afectados por el tsunami? Pues ahora piensen en la atención que requerirán los más de 200 millones de desplazados medioambientales que puede provocar la subida de las aguas de los océanos o la desertificación.
Teresa González, presidenta de Médicos del Mundo
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